Primero, porque en estos diez meses el recorte en el presupuesto educativo, en términos reales, supera ya el 40%, sin paritarias libres y, según el Consejo Interuniversitario Nacional, con el 70% de los salarios universitarios por debajo de la línea de pobreza. Segundo, porque no cesan sus descalificaciones, empezando por el propio presidente Milei, quien ha tratado de delincuentes a los rectores y rectoras, de inútiles a las universidades y de ricos vividores a sus estudiantes, mientras el 48% de ellos son pobres.

Hay un evidente desconocimiento de la realidad y del funcionamiento del sistema universitario por parte del gobierno nacional, pero el problema de fondo es mucho más grave que el desconocimiento. Porque a final de cuentas, eso se resolvería informándose. Aquí hay un plan deliberado de ahogo presupuestario a las universidades, con el objetivo de desprestigiarlas y de vaciarlas de todo contenido, fundamentalmente de la discusión política.

Mientras se renuevan a diario los agravios y las acusaciones hacia las universidades (sus docentes adoctrinan, sus gastos no son auditados, etc.), las autoridades, los gremios e incluso estudiantes, trabajadoras y trabajadores universitarios en soledad, reaccionan intentando explicar y aclarar, pero llegando, en consecuencia, después de que el daño ha sido hecho. La acción parece ser la reacción.

Ya antes de asumir la primera magistratura del país, el señor Milei y otros representantes de su espacio político venían haciendo declaraciones en contra de la educación pública. Aquella peregrina idea de los vouchers para estudiantes o de los increíbles ataques al CONICET quedarán seguramente guardados en la memoria de la comunidad educativa y, ojalá, en los libros de historia.  

Este gobierno no tiene ninguna política educativa. No ha diseñado ningún dispositivo para mejorar los índices de ingreso, de permanencia o de graduación de estudiantes, ni innovaciones pedagógicas, ni actualización de equipamiento ni mejora de la infraestructura. Al contrario. El desfinanciamiento impide atender esas necesidades. Hay líneas de investigación que se han interrumpido y que ya no podrán retomarse. Hay docentes e investigadores que emigraron hacia otros países. Hay actividades académicas que, por no disponer de financiamiento, no pudieron realizarse y ya no se realizarán, o que se realizaron de manera tan precaria que difícilmente quieran ser replicadas por sus protagonistas. 

La ley de financiamiento universitario pretendía ser un paliativo. Entre otras cosas, declaraba la emergencia presupuestaria para el sistema universitario público nacional, una recomposición salarial para docentes y nodocentes y la actualización de fondos para gastos de funcionamiento, todo con un costo presupuestario de $738 mil millones (apenas el 0,14% del PIB). Fue aprobada por ambas cámaras del Congreso y sancionada el pasado 12 de septiembre.  

El 2 de octubre, mientras se desarrollaba de manera masiva en distintos puntos del país la marcha en defensa de esa ley, de la universidad pública y de la ciencia argentina, el Presidente emitió el decreto 879/2024, vetándola. Y apenas una semana después, un tercio de los diputados presentes, algunos de los cuales incluso menos de un mes antes habían votado a favor de la ley, ignominiosamente votaron a favor de su veto.

En materia de educación superior, el gobierno nacional tiene un plan deliberado de ahogo presupuestario con un único objetivo: vaciar las universidades, sin ninguna justificación económica. Y a través del veto, con la colaboración de algunas voluntades en el Congreso y también en las propias universidades, lo está logrando.

Foto: Izquierda Diario

¡Viralizalo!