Foto: El Solidario

Las imágenes de jubilados reprimidos por las fuerzas de seguridad en las calles de Buenos Aires son el reflejo de un Estado que prioriza la violencia sobre el diálogo. Ayer, hombres y mujeres que dedicaron su vida al trabajo fueron víctimas de golpes, empujones y gases lacrimógenos simplemente por exigir lo que les corresponde: una jubilación digna. Este hecho, lejos de ser un episodio aislado, responde a una lógica más profunda de criminalización de la protesta social, tal como lo advierten Raúl y Eugenio Zaffaroni en sus análisis sobre el uso del derecho penal como herramienta de control político.

El accionar represivo contra quienes ejercen su derecho a la manifestación es una violación flagrante del artículo 14 de la Constitución Nacional, que garantiza el derecho de petición a las autoridades y de reunirse pacíficamente. Sin embargo, en lugar de garantizar este principio democrático, el Estado responde con un despliegue desmedido de fuerza, como si la demanda de una mejor calidad de vida fuese un delito y no un reclamo legítimo.

Desde la Teoría del Conflicto, desarrollada por Karl Marx y ampliada por Pierre Bourdieu, la represión policial a jubilados se entiende como un mecanismo del Estado para sostener el orden social en favor de las clases dominantes. El uso de la violencia legítima contra sectores vulnerables es una estrategia para contener demandas que podrían desafiar la estructura de poder establecida. Bourdieu introduce aquí el concepto de violencia simbólica, señalando cómo el Estado justifica la represión mediante discursos que criminalizan la protesta, presentando a los manifestantes como una amenaza al orden público en lugar de ciudadanos que ejercen un derecho legítimo. De esta manera, la violencia no solo se manifiesta en la represión física, sino también en la construcción de una narrativa que deslegitima el reclamo y desalienta futuras movilizaciones.

La criminalización de la protesta implica la construcción de un discurso oficial que justifica la represión a través de la estigmatización de quienes se movilizan. En este caso, se busca presentar a los jubilados como agentes del caos al reiterar permanentemente que fueron con «barrabravas de los clubes», cuando en realidad son víctimas de políticas económicas que los han empujado a la miseria. La represión no solo busca dispersar una manifestación, sino que envía un mensaje disciplinador a toda la sociedad: cualquier intento de exigir derechos puede ser respondido con violencia estatal. A tal punto, que el día después de una jornada triste para la democracia y con un fotógrafo que lucha por su vida, el propio Gobierno salió a respaldar a la Ministra de Seguridad.

Este tipo de prácticas tienen un alto costo democrático. En un país donde la protesta ha sido históricamente una herramienta fundamental para la conquista de derechos, la represión de los jubilados representa un grave retroceso. Se normaliza la idea de que la fuerza es la única respuesta posible a la disconformidad social, cuando en realidad el camino debería ser el diálogo y la búsqueda de soluciones concretas a las demandas.

Las imágenes de ayer quedarán grabadas en la memoria colectiva como un símbolo de injusticia. Pero también deben servir como un llamado de atención: no podemos permitir que el ejercicio del derecho a la protesta sea respondido con violencia. El gobierno tiene la responsabilidad de garantizar el bienestar de sus ciudadanos y, sobre todo, de respetar los principios fundamentales de la democracia.

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