En todas y cada una se trata de interpretaciones siempre humanas, demasiado humanas, de aquellos criterios y narrativas que deben regir el orden común presente, poner en tensión (por deficitario) el orden pasado, y trazar lineamientos de lo que habría de ser el futuro venturoso. Por ejemplo, las oligarquías (el nombre sin eufemismos que deberían tener las llamadas aristocracias, advirtió tempranamente Aristóteles), postulan el trazado del orden según criterios de lo bueno/malo, o justo/injusto, definidos por los pocos sectores con capacidad para imponer al resto la organización de la vida que beneficie a esos pocos. “Olígoi” se traduce por “pocos”, “arkhé” por principio, comando. No hace falta mucho para darse cuenta de cómo la unión de los términos nos ayuda a leer la historia política como la preeminencia de este sistema de gobierno, incluso durante las etapas formalmente democráticas.

La democracia, desde la antigüedad, es la forma de gobierno que viene a romper la fatalidad de todos los órdenes que mencionaba al principio, porque se propone justamente romper con aquellos comandos que dejan fuera a los sujetos que afectan con su decisión. Es decir, por ejemplo, frente a los sistemas oligárquicos, la fuerza de los procesos de democratización desplazaron la posibilidad de que quienes estaban inhabilitados para votar, o vivir, o tener seguridad alimentaria, ahora la tuviesen.

Nuestro tiempo político tiene una particularidad que, al menos yo, no había visto. Nuestro tiempo nos evidencia el retroceso de los procesos de democratización frente al avance de criterios que son autoritarios, oligárquicos, monárquicos, tiranos, fascistas y teocráticos. Son todos al mismo tiempo. El gobierno nacional impone autoritariamente y por decreto (70/23) la flexibilización del trabajo o las preguntas que pueden hacerse (780/24). Distribuye regresivamente la riqueza (reduce bienes personales) y protege la evasión fiscal de los grandes actores de la economía (ya anunció su intención de eliminar los datos del blanqueo de capitales, al tiempo que elimina de la ex-afip las unidades de investigación compleja: a los pobres es fácil cobrarles impuestos, a la riqueza no tanto…). El presidente acusa públicamente al periodismo de “ensobrados” cuando no hablan de su belleza o la de su gestión. Todo bajo un abrumador silencio de los medios en donde trabajan esos periodistas (¿será que el negocio grande se discute entre grandes?). Los protocolos de protesta o de vigilancia digital, la protección absoluta a la palabra o gestos o discursos del líder (sin reparar en su violencia, ignorancia o impropiedad). La permanente entrega a la disposición de las “fuerzas del cielo”. Todos, y ninguno. Eso es el gobierno. Todos formatos que, no obstante, “des-democratizan” nuestras comunidades. Perder derechos individuales y colectivos a la protección sanitaria, alimenticia, laboral, educativa, securitaria, corporales, sexo-genérica, es un retroceso. Fueron conquistas históricas de los procesos de democratización que se enfrentaron a todos los otros sistemas de ordenamiento humano. Hoy, estamos frente a una revuelta conservadora.

Hay una categoría que no está en lo anterior, pero creo que incluye todos estos formatos de no-democratización, y resume lo que acontece hoy en nuestro país. Se trata de una figura que gobierna, no de un sistema. Se trata del fanático. El fanático, el verdadero creyente, el que tiene una visión y cree en su absoluta verdad. Es la figura del presidente. Creo que es su activo político más importante. Cree más allá de la evidencia de su error. Peor para la realidad. Es muy poderosa esa figura. En la historia tenemos ejemplos, por caso el de Girolamo Savonarola (florentino, 1452-1498), entre otros. Sujetos de convicción, con certezas sobre los errores del pasado, sobre los culpables, sobre el pasado y el futuro. Construyen formas a las cuales la realidad deberá avenirse para existir, o pagar el precio. Son figuras magnéticas. Ante el desconcierto, la incomprensión, el agotamiento, el miedo, emergen como referencias absolutas de la salida. Sólo hay que dejarlo hacer. El vínculo es más fuerte que el económico: se halla inscripto en el deseo de creencia de que hay fuerzas más grandes que nuestra pequeñez individual, y que eso nos salvará de nuestro penar en el mundo.

Cuando este gobierno haya pasado, su paso dejará menos democracia, y mucho más de los otros sistemas de gobierno. Será cuestión de recomponer las fuerzas de democratización, y sus legados, vinculados a un principio que aquellos sistemas rechazan: todo ser humano es igual.

¡Viralizalo!