El presidente Javier Milei se jacta de ser el primero de la historia que ganó las elecciones diciendo que iba a ajustar el gasto público, y que lo está haciendo. «Nadie fue engañado en la campaña electoral», dijo en una de sus últimas apariciones. Acusó también a quienes critican sus políticas de estar «ideologizados», con lo cual relativiza las consecuencias negativas de su programa de gobierno.

El problema es que a la ideología se la intenta tomar como una palabra peyorativa y asignarle una concepción negativa que se enmarca en el discurso de la antipolítica. Por mi parte, creo que hay que reivindicar la ideología como un valor principal de la democracia, poder tener ideas, debatir. Mientras algunos funcionarios enmascaran sus discursos ideológicos hablando de eficiencia y del déficit, el presidente de la República ha dicho con franqueza sus verdaderas intenciones al definirse a sí mismo como un topo infiltrado en el Estado para destruirlo desde adentro.

En su caso particular, esa orientación favorece a unos pocos, a los grandes conglomerados empresariales, al capital extranjero, mientras perjudica a las pymes que dependen del mercado interno, al trabajo que estas generan y a la mayor parte de la ciudadanía. 

Lo cierto es que la actual gestión justifica el drástico recorte del gasto público, que no recayó sobre la «casta», puso en riesgo servicios básicos como la educación y la salud, a la vez que postergó obras de infraestructura, con el argumento de que tales medidas eran necesarias para evitar el déficit fiscal y la emisión monetaria.

De modo simultáneo se dio curso a una importante baja en los ingresos de trabajadores y jubilados en el marco de un supuesto «sinceramiento» de variables del mercado tras la megadevaluación de diciembre pasado, que se tradujo en subas desmesuradas en las tarifas, en los combustibles y en productos de la canasta familiar. 

Desde la Casa Rosada se defiende ese rumbo regresivo con discursos insostenibles, en tanto se busca deslegitimar a quienes tienen una visión distinta sobre el funcionamiento de la economía, y valores basados en la solidaridad colectiva. 

Un ejemplo del relato oficialista, solo sustentado en razonamientos de la ideología ultraliberal, es la intención de privatizar Aerolíneas Argentinas.

La «eficiencia» del ajuste

La premisa que guía al Gobierno, en este como en otros casos, es que, si se trata de un negocio viable y rentable, va a haber un empresario privado interesado en hacerlo. Y si no es negocio, es porque no hace falta que el Estado lo maneje y entonces no tiene que existir.

Tal afirmación tiene un problema serio: en la Argentina quedó demostrado lo contrario con las experiencias privatizadoras que tuvieron lugar en los años 90 del siglo pasado y que no resolvieron demandas de la sociedad, por lo que tuvieron que ser revertidas posteriormente.

Ese fue el caso, entre otros, de Aerolíneas Argentinas. Cuando se recuperó la empresa en 2008 la compañía transportaba 5,7 millones de pasajeros; el año pasado transportó 13,8 millones, más del doble. 

Ese progreso se logró con políticas públicas activas, que respaldaron el crecimiento de diversas actividades productivas y de servicios. Es obvio que múltiples destinos turísticos en todo el país, como El Calafate (Santa Cruz), Ushuaia (Tierra del Fuego) o Cataratas del Iguazú (Misiones), entre muchos otros, asentaron su desarrollo gracias a la decisión política de construir o ampliar aeropuertos y disponer la llegada de la línea de bandera. 

Desde luego, como siempre he sostenido, no se trata de ser partidario del déficit o de las pérdidas de una empresa estatal. Está claro que hay que trabajar por la eficiencia, pero con una visión integral, de modo que la búsqueda del equilibrio tenga en cuenta además los beneficios que se brindan a pobladores, empresas y trabajadores de las provincias, así como también el manejo soberano de un área clave.  

En el caso de Aerolíneas Argentinas esos objetivos se logran ampliando los servicios, mejorando la calidad, trasladando más pasajeros, no ajustando. De lo contrario, la «eficiencia» del ajuste nos lleva a un país sin derechos, a un país sin servicios, a un país vacío.

Se dirime entonces una cuestión de modelos. Uno de ellos apunta al desarrollo económico con inclusión social, a través del fomento al crecimiento, la creación de empleo genuino y de calidad, y la mejorar la distribución del ingreso. El otro modelo, que se encuentra en las antípodas, puede identificarse con las políticas que profundizaron la recesión (de la cual solo quedaron al margen pocas actividades, como hidrocarburos y agricultura, concentradas en grandes grupos) y la desigualdad entre distintas franjas de la población. 

En este contexto, el nivel real de salarios se ubicó (dato de julio) un 6,8% por debajo del vigente en noviembre pasado, según el Indec, con pérdidas de 1,8% para los trabajadores registrados del sector privado y del 16,5% los del sector público.

El Estimador Mensual de la Actividad Económica, en tanto, mostró variaciones mensuales levemente positivas en julio y agosto, pero el acumulado de los ocho primeros meses de 2024, aún se encuentra un 3,1% por debajo del mismo período del año anterior. Con el agravante de una caída interanual acumulada en la industria manufacturera, en agosto, del 13%. Son los resultados del modelo de ajuste neoliberal en curso, al que el propio presidente define como un nuevo «anarcocapitalismo», que curiosamente se apoya en decisiones tomadas desde el Estado.

Fuente: Revista Acción

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